Predicadores en las calles
Paso por una plaza céntrica de Washington DC y casi me choco de frente con un predicador que anuncia la llegada del Juicio Final con una inminencia sustancialmente más acuciante que la que pueda sentir Gadhafi en Trípoli por el acoso internacional.
Un día antes, en el mismo momento en que levantaba el brazo para sujetarme en el metro de Nueva York, el tipo que estaba a mi lado empezó advertir a las docenas de pasajeros del vagón que deberíamos arrepentirnos por nuestros pecados antes de que fuera demasiado tarde y de que, así, podríamos, además, recuperar nuestra aparentemente perdida humildad.
Y ahora recuerdo que hace unos días me quedé perplejo al llegar a un partido de baloncesto de la NBA en Los Ángeles y cruzarme con un padre -en el sentido biológico del término-sujetando una pancarta que decía “confía en Cristo y sálvate” y prestándole un megáfono a su hijo de unos ocho, nueve años invitando al personal a leer con urgencia la Biblia.
No quiero recurrir al viejo truco del director de periódico que en un día tranquilo de noticias llama a la policía, pregunta cuántos robos ha habido en la ciudad y luego, a falta de una gran noticia en particular, titula a cuatro columnas en primera página: “Ola de crimen en la ciudad”.
Pero tampoco puedo dejar de pensar que en ningún otro país de los países más desarrollados del mundo tiene tanta presencia pública la religión como en éste.
Yo he ido a casas de familias norteamericanas que se van de vacaciones a cruceros, envían a sus hijos a estudiar al extranjero, votan demócrata y al comienzo de cada comida rezan una oración.
También he ido a restaurantes bulliciosos donde la mayoría de comensales bendicen la mesa.
En una ocasión me encontré una iglesia llena de feligreses a la puerta misma de Cabo Cañaveral tan sólo horas antes de que la NASA lanzara un transbordador espacial.
Más reciéntemente el gobernador de Georgia convocó una misa pública para rogarle al Señor por lluvia.
Todos los domingos se retransmiten por televisión misas multitudinarias -decenas de miles de asistentes- de pastores protestantes que son personalidades públicas tan famosas por aquí como Madonna o el propio presidente Obama.
Todos estos encuentros casuales con la religión son cosa común si se vive en este país -y, en menor medida pero también, en Nueva York.
Y eso es lo peculiar. Que en un país tan dado al espectáculo, a la tecnología, alejado de la pasión ideológica y que tradicionalmente ha estado a la vanguardia de los derechos civiles, sin embargo la religión sigue jugando un papel fundamental en el día a día.
Ojo. Al mismo tiempo, e igualmente curioso, es la tolerancia religiosa. Aparte de las esporádicas polémicas por la apertura de una mezquita -por lo demás, algo común en todo país occidental (sería más polémico intentar abrir una iglesia cristiana en un país musulmán, pero ése es otro tema)-, cualquiera aquí puede abrir su propia iglesia, crear su propia denominación y hacerse con un grupo de seguidores en un par de meses. Ocurre cada dos por tres. Quien quiere entra y se queda. Quien quiere pasa de largo. Cada uno pensara lo que quiera sobre esto de encontrarse la religión cada dos por tres pero nadie ofende a nadie, nadie ataca a nadie, la convivencia urbana no se ve alterada por la opción religiosa de cada cual.
Con este panorama, no faltan, claro, los radicales, o fundamentalistas, pero a mí me resulta más llamativo que la mayoría combine aquí tanta creencia religiosa con una vida diaria fundamentalmente moderna.
Los predicadores por la calle no son más que la expresión más visible de esa realidad.